martes, 25 de junio de 2013

El sueño de la ballena

Tras varias horas caminando sin descanso, el joven llego a la costa. Tras recorrer decenas, tal vez cientos de  kilómetros, el chico alcanzo el mar.
Lo primero que hizo fue desplomarse sobre sus rodillas en la arena de la playa. Y después hundió sus manos entre los granos, tomó aliento y miró fijamente hacia abajo durante un largo rato. No lo podía creer, por fin había llegado a ese paraje desolado, él solo. Nadie vivía en cientos de kilómetros a la redonda, no había carreteras que comunicaran con ese lugar, y sin embargo se las apañó para llegar. Al lugar que había aparecido en sus sueños durante tanto tiempo.
Por fin, se levantó y oteó el horizonte. Miró hacia los lados de aquella extensa playa y allí la vio: una gigantesca ballena azul varada. También igual que en sus sueños, de un color azul que parecía fundirse con el mar y con el cielo. De hecho, era mejor que en sus sueños. Era real.
Se acercó lentamente hacia ella y miró a la ballena a los ojos. O tal vez la ballena le miró a él. Pero lo que es seguro es que pudo intuir la mayor expresión de tristeza que había visto nunca, mucho más triste y penetrante que la de la mayoría de humanos que había visto. Era como si supiesen como se sentían con solo mirarse. Nadie hubiese pensado que era un simple animal mirándola a los ojos.
Siguió acercándose poco a poco, y cuando se encontró a su lado acarició su resbaladiza piel con su mano. La ballena emitió un cántico, pero que no se parecía nada a los cantos de ballena que tanto había oído en los documentales, en los que las ballenas nadaban felices. Este desprendía dolor. Tanto como sus ojos.
El chico dio un paso atrás al oírlo, un poco asustado, pero se dio cuenta de que no tenía nada que temer.
El chico supo que la ballena debía volver al mar, que la playa no era su sitió, pero no se le ocurría como ayudarla. Él sólo no podía ayudarla, eso estaba claro, pero tampoco podía encontrar a nadie a tiempo para auxiliar a la ballena. Pensó durante largo rato que podía hacer en ese momento con los recursos a su alcance, y no encontró ninguna solución.
Con gran pesar, comprendió que lo único que podía hacer para ayudar a la ballena era hacerla compañía. Se sentó en la arena a su lado, acariciándola durante un rato, y pensó que podía darle conversación. Pero pensó que si ya tenía problemas para hablar con la gente, qué le iba a contar a una ballena. Y sin embargo resultó mucho más fácil de lo que pareció en un principió. En seguida las palabras comenzaron a salir de su boca: le habló sobre su vida, sobre sus problemas, sus alegrías, sus aficiones... Todo lo que se le pasaba por la mente. Y a la ballena esto parecía gustarle, pues a cada pausa que hacía el chico, la ballena emitía un canto con el cual parecía responderle y pedirle que siguiese hablando. Y a medida que pasaba el tiempo los cantos parecía tornarse de la gris tristeza anterior hacia algo que parecía ser alegría. Incluso, aunque no lo creía, pues no se imaginaba que las ballenas podían hacerlo, le pareció atisbar una sonrisa.
El chico siguió hablando y la ballena cantando, y las horas pasaron, y finalmente calló la noche. Tras un rato más de conversación, el chico comenzó a sentir que sus parpados se comenzaban a cerrar, y antes de caer rendido el chico le dio un beso bajo el ojo y las buenas noches a la ballena, se acurrucó a su lado y por fin se durmió.
A la mañana siguiente el chico se despertó y le dio los buenos días a la ballena, y vio que tenía los ojos cerrados. Le dio unos golpecitos y la llamó, pero no se despertó. Tras insistir durante un buen rato, el chico fue consciente de lo que pasaba; la ballena había fallecido.
El chico lloró sobre la arena, junto a la ballena, durante todo el día hasta que volvió a hacerse de noche y se durmió.
Al volver a despertarse a la mañana siguiente, permaneció sentado junto a la ballena, pero ninguna lágrima brotó de sus ojos. Sin embargo, un gesto de profunda tristeza estaba marcado en su rostro. Simplemente se quedó allí, sentado, pensado en la ballena. Pensando en la muerte de la ballena, recordó a su abuela. Recordó cuando se encontraba enferma, y como su madre le dijo que no la quedaba mucho tiempo, y que debía hablar con ella mientras pudiese. Y hablando, su abuela le contó un secreto: que todas las criaturas de este mundo morían solas. Pero le dijo que no se preocupase por ella, que aunque moriría sola, era feliz, pues había vivido acompañada.
Y entonces se dio cuenta de porque había llegado hasta la ballena.
Porque esta, al contrario que su abuela, había vivido sola, y quería morir acompañada.
Y los sueños que tuvo con aquella playa y aquella ballena, no habían sido su sueños; había sido los sueños de la ballena, que había compartido con él para que la encontrase, sabiendo que eran sus últimos momentos, para poder morir al lado de un amigo.
Y sabiendo esto, la expresión de tristeza de su rostro se desvaneció y en su lugar apareció una sonrisa, igual que la de la ballena antes de cerrar sus ojos para siempre.
Y por fin, habiendo comprendido esto, el chico se levantó, se despidió de la ballena por última vez y regresó a su casa, donde todas las noches soñó que nadaba junto a la ballena en el mar.